
Siempre he dicho que la emancipación de los traductores sólo ha servido para que nos entreguen mamarrachos zarrapastrosos. Ah, je ris de me voir si belle en ce miroir.
Imagínense que yo fuera el propietario de un restaurante de barrio pequeño (restaurante y barrio) y que, tras largos años de dedicación, escribiera una autobiografía. Bien, pues sería natural que dijera que existen buenísimos camareros, aunque yo conozca pocos, y que, de todas formas, no hay ninguna relación entre el salario del camarero y la calidad de sus servicios porque, aunque le pagues su peso en oro, el mal camarero seguirá sirviendo «bodrios».
Ítem más, el pequeño restaurador, sobre todo en sus inicios, se encuentra el restaurante atestado de camareros impresentables y, como es pobre, no se atreve a despedirlos… (¿Cómo? Esto sí que no soy capaz de explicarlo, en fin…) Y tiene que acabar sirviendo él o, al menos, intentando apañar el desaguisado. Es una pesadilla que el restaurador recordará años más tarde como una enfermedad. Camareros supuestamente avezados, camareros de renombre, no conocen el plato que sirven o la mesa a la que se lo sirven; ignoran los ingredientes, que no se molestan en buscar en el más vulgar libro de la Sección Femenina… Y no hablemos de los malos, que se empeñan en adornar los platos o en servir la crème brûlée con chorizo… Todo porque se obstinan en servir los platos de una forma que a nadie jamás, ni en un arrebato de locura, se le ocurriría servir. Platos que nadie ha servido nunca. Bastaría que el camarero los sirviera una sola vez en voz alta, escuchándolos, para comprobar que no podía utilizarlos. Etc.
Si yo fuera propietario de un pequeño restaurante, escribiera una autobiografía y opinara eso de los camareros, no me sorprendería si alguien me dijera: «Oiga, amigo, ¿y por qué contrata usted a esos camareros tan malos?» Y que le extrañara que dijera que no tenía dinero para contratar a otros y al mismo tiempo que tan caros te salen los malos como los buenos (¿Por qué me empeño en contratar a los malos, pues?). Sin olvidar que, bueno, hablamos de la presentación de los platos, pero hay cada cocinero que agárrate y no te menees… Por no mencionar que a veces los propietarios te prometen en el menú solomillo al tuétano con carrerolas y luego sólo tienen pollo asao con ensalada. O, si aquello acaba convirtiéndose en una pesadilla que luego recordaré como una enfermedad, se preguntarán ustedes por qué no me fui a Alemania con Pepe y no mandé el restaurante a la ventosidad. Pues, amigos, no se hace porque el restaurador es un ser sacrificado al que sólo le preocupa que la buena cocina llegue al mayor número de comensales posible en su país y en el mundo y que se quita el pan de la boca para dárselo al cocinero, siempre y cuando los camareros, auténticos malvados, no le arrebaten las últimas migajas necesarias para su manutención y…
En fin, que a todos nos resultaría muy extraño. Pero si eso lo dice de los traductores Esther Tusquets, que en paz descanse, no suena tan raro (desde aquí mi agradecimiento más sincero a los de la página DesEquiLIBROS; hacía tiempo que no me encontraba en la red nada tan jugoso y, como comprenderán, no me da por leer biografías de editores, todavía de, no sé, emperatrices…). Porque, como alguien nos recuerda en los comentarios, «siempre se dice «traductor-traidor»», frase ingeniosísima que los traductores oímos día sí y día también y que nos hace desternillarnos de la risa porque de un día para otro se nos olvida. Los comentarios, por cierto, no son tan enjundiosos como suelen ser, aunque me llama la atención el de alguien indignadísimo, con razón, porque se encontró (mal) traducido el nombre de Aphex Twin, que si hubiera sido Kant o Mozart, todavía, pero el bueno de Aphex, tan conocido en su casa a la hora de comer… (Por cierto, no acabo de creérmelo, porque me parece difícil que se tradujera «las gemelas Aphex» siendo «Twin» singular y, además, caramba, si luego lo tienen que corregir todo los esforzados editores, también a ellos se les escaparía el gazapo, ¿no?)
A lo que iba, que da la impresión de que los editores son Escarlata y nosotros, los traductores, somos Prissy y, claro, les sacamos de quicio a los pobres porque, buenos o malos, ni sabemos mirar un diccionario ni cómo habla el personal. Aquí conviene hacer la distinción de siempre entre los editores que los anglos llaman publishers y los editores de mesa que llaman editors. Los primeros son los jefazos (véase Esther Tusquets) y los otros los que hacen el trabajo de infantería de editar un libro, aunque no tienen tanta mano como sus homólogos anglos, pero me temo que eso es más culpa de los autores que de ellos. Por cierto, como estoy harto de que se llamen igual en español, propongo que a los primeros los llamemos «edipores», con pe de publisher, y a los segundos los dejemos como editores propiamente dichos, con te de timeo danaos et dona ferentes, que decían en Astérix legionario o quizás Astérix, legionario. El caso es que nunca jamás he oído que los editores (con te de timeo etc.) se quejen tanto de los traductores como hacen los edipores aunque son los que les aguantan de veras. Claro está, yo soy traductor y no se me van a quejar a mí. Sin embargo, y esto es curioso, sí que les he oído quejarse de los autores, y bastante, cosa que nunca hacen los edipores porque sería tirarse piedras contra su propio tejado.
A mí me fastidian bastantes cosas de todo esto, pero la principal quizás sea que hay (algunos) edipores (en particular) que plantean todo el asunto como si (todos) los traductores (en general) fuéramos unos aguafiestas que no hacen más que pedir y luego no cumplen. En realidad, el triángulo no amoroso autor-edipor-traductor no sólo es equilátero, sino que además requiere la participación de los tres lados para funcionar (porque, si no, no sería triángulo, ni siquiera figura geométrica). Pero, como hay pasta de por medio, la cosa se complica. Al autor hay que presentarlo como una estrella (aunque sea una estrella modesta en ambos sentidos) para que la gente compre sus libros y quien lo presenta (y, por lo tanto, da la cara) es el edipor, que aprovecha para presentarse como agente cultural imprescindible (que lo es en muchos casos). El traductor no pinta nada en todo esto pero puede salir costoso, especialmente si la estrella es lo bastante modesta. Aclaro, para quien no lo sepa, que un traductor puede levantarse más pasta que un autor, de ahí los periódicos bumes de jóvenes escritores hispanos, que no hay que traducir y que estarían dispuestos a pagar por que se les publicara. Como se pueden suponer, un edipor como es debido no va decir que los autores que publica son unos petardos, es decir, puede que presenten una imagen personal de petardez en plan cualquier Bukowski, y eso es bueno porque con los autores pasa como con los pantalones vaqueros (según la publicidad), que si los llevo me diferencio de los otros millones de personas que también los usan (¿?): si leo un autor maldito me convierto ipso facto en una especie de Rimbaud jovencito. O sea, al lector medio (y me incluyo), le gusta leer lo que no le gusta a todo el mundo aunque le guste a todo el mundo, no sé si me explico. Pues bueno, el edipor puede presentar correctamente así a su autor: «Con ustedes, Pierre de la Remanguillé, pederasta y morfinómano, que presenta hoy aquí su última obra, Abismos de perversión, aprovechando un permiso que le han dado en el presidio de Sing-Sing para el entierro de su madre». Pero nunca así: «Con ustedes, Pierre de la Remanguillé, que no dudo de que tenga buenas ideas, pero no sabe hacer la o con un canuto y nos dio un manuscrito todo efaratao, que menos mal que le dimos un pulidito, que si no pa qué».
Entonces, ¿qué puede hacer un edipor si quiere lloriquear un rato? Puede quejarse de los traductores. Como el traductor no tiene una imagen pública que convenga cuidar, no hay inconveniente. Me reconocerán que no es del todo justo. Es decir, oiga, si no le gusta una traducción, pues no la pague (que para eso lo especifica en el contrato). ¿Que no se fía del traductor? Pues pídale una prueba. ¿Que usted lo haría mejor? Pues hágalo, no se corte. Ahora bien, si lo que usted pretende es tener una maravilla en un plazo imposible y a precio de saldo, que a eso es a lo que se refería la señora Tusquets cuando decía que daba igual que fueran buenos que malos, me temo que va a ser difícil. Los legos tienen sus dudas cuando los traductores hablamos de plazos imposibles, pero es lo habitual. Vamos a ver, cójase usted un boli y unos folios, ¿cuánto tiempo tardaría en copiar, no sé, La Regenta? Ahora piense que estuviera en otro idioma y tuviera que copiarlo en el suyo y luego corregirlo. ¿Cuánto tardaría? ¿Un mes? Poco me parece, pero bueno. Si dice usted que tarda un mes, aunque eso no hay quien se lo crea, lo normal, entonces, sería que recibiera un correo electrónico que dijera lo siguiente: «Oyes, Juanillo, que tenemos un libro que nos gustaría que tradujeras pero querríamos publicarlo dentro de seis meses, ¿podrías tenerlo para el domingo antes de las tres?». Que una cosa que nunca he entendido es la diferencia abismal o abisal que hay entre que entregas la traducción y la publicación del libro, que no se hacen ustedes idea.
En fin, que este asunto tiene un par de cosillas molestas para los traductores. Primero, las generalizaciones: «¿Los traductores? Todos un desastre». «Pero los habrá buenos, ¿no?» «Buenos o malos, da igual, un desastre». Que es como si los traductores dijéramos públicamente: «¿Los edipores? Todos unos aprovechaos». «Pero los habrá buenos, ¿no?» «Buenos o malos, da igual, todos unos aprovechaos», ¿a que no les gustaría? Parece que les sentara mal que nos organicemos y pidamos un trato digno. Y con digno me refiero al que reciben otros colegas europeos. Segundo: que parece mentira que andemos como el perro y el gato, como si no estuviéramos todos metidos en el mismo asunto. Es decir, no es como si se tratara de un bote del Titanic que cuantos menos, mejor. En lo de publicar un libro (escrito originalmente en una lengua extranjera) todos los participantes son fundamentales. El cocinero que guisa el libro, el pinche que le echa una mano, el camarero que lo sirve, el maître que orienta al comensal, el propietario responsable del menú y muchos otros que me he comido a falta de símil metafórico propicio.
Yo siempre pongo como ejemplo a los traductores para compararlos con los informáticos: mire, si saber sabemos lo que hacemos y cómo hacerlo, pero si es para ayer, pues saldrá lo que salga. Usted dirá cómo lo quiere y si quiere que funcione como debe y no haya que repararlo a los dos días. Ah, que para ayer. Pues nada, a mi plin.
Y desde luego la responsabilidad es compartida. En la última entrega de lo de Roma de la Colleen McCullough se colaban cosas como «cambiar sus mentes», uno de los barrios del Palatino, Cabezas de Buey, se dejaba sin traducir como Oxenheads, tan tranquilo Octavio Augusto hablando inglés, no se molestaban en saber cómo se dicen las cosas en español y las Murallas Servinias se convertían en el Muro Servian, y salvajadas que eran para echarse literalmente a llorar. En una de las novelas de Mo Yan, traducida no del chino sino del inglés, cosa que se notaba a la segunda página sin que te lo dijesen hablan de caza mayor como «juego» traduciendo «game» a las bravas o con un traductor automático, y tan felices, y en otra novela se habla de hacerle unas «obsequias» a alguien, no exequias. Se lo traga el corrector del Word, así que debe estar bien.
Que sí, que el traductor puede que meta la gamba o vaya tan rápido o tan sobrecargado de trabajo que esas cosas se las coma, pero luego, por el amor de Peich, ¡¿no se lo lee nadie en la puñetera editorial?! Se supone que están capacitados para detectar todos esos gazapos y, cuando menos, pedirle cuentas al traductor, pedirle que lo corrija o hacerlo ellos mismos, no mandarlo a maquetación e imprenta sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo. La responsabilidad última es de ellos.
Perdone usted que no le haya respondido antes, que le ha dado tiempo para dos comentarios y todo. Me gusta mucho de este primero que pase de «la responsabilidad compartida» a «la responsabilidad última». Cuando leo una traducción chunga, o una chunguez en una traducción, tiende a darme penilla (pobretico/-a, acaba de terminar la carrera y ha tenido que traducir este tocho a todo correr para que le den cuatro perras). Raras veces una mala traducción me obliga a dejar un libro a medias; de hecho, sólo me ha pasado dos veces, pero siempre le echo la culpa al de «la responsabilidad última», que ha puesto en la calle un mojón de a kilo sin molestarse, no ya en revisarlo, sino ni siquiera en leerlo.
Creo que estamos de acuerdo, ¿no?
Paso a ver su otro comentario, un momentito…
«Ahora bien, si lo que usted pretende es tener una maravilla en un plazo imposible y a precio de saldo, que a eso es a lo que se refería la señora Tusquets cuando decía que daba igual que fueran buenos que malos, me temo que va a ser difícil.»
Una amiga dice que no se pueden pedir Armanis a precio de Zara. Pues eso.
Velay, que decía mi abuela.
Pero a mí me preocupa más otra cosa. Igual que se escriben en español novelas con un nivel que no daría ni para aprobar un bachillerato, y a gran parte del público le da igual o no lo percibe de ese modo, en muchos casos la mayor parte del público ni se da cuenta de algunas barrabasadas en las traducciones. En ese caso, lo óptimo para el editor, que sabe que sólo se quejarán cuatro tiquismiquis, es encargarle la traducción al sobrino de su cuñao, que casualmente sabe ruso o chino, y pagarle cuatro duros aunque el resultado sea pésimo, y eso que se lleva ahorrado.
Es un problema de ética profesional básica.
Pues no sé que añadir a lo que me dice. O sí. No estoy de acuerdo con que «a gran parte del público le da igual», etc. Al lector/espectador vulgar y corriente amén de ordinario en el sentido de basto (como yo mismo, sin ir más lejos) le gusta lo bueno, como a los señoritos. El problema es de redacción, no de literatura; a cualquier novelucha crepuscular le debemos exigir que esté bien redactada, al menos. Para eso están (o estaban, me temo) los correctores.
Muchas gracias por unos comentarios tan interesantes y certeros. Aprovecho para recomendar su blog La realidad estupefaciente, por si alguien se lee este comentario mío.
Salud y pesetas, que no sólo de pan vive el hombre.
Mientras leía el post (genial, como de costumbre) pensaba en que me parece una queja muy propia de editores bling-bling, ésos para los que, de puertas para fuera al menos, parece más importante codearse con Umberto Eco que pasarse la tarde del domingo corrigiendo originales o traducciones. Al ir al enlace donde sale el fragmento de Tusquets y ver el nombre de sus colegas (Herralde, De Moura) que han pasado por trances parecidos, he visto confirmada mi sospecha. No pueden decir que no tenían a su disposición a traductores buenos, porque los había, aunque curiosamente ninguno de ellos encargó nunca traducciones a profesionales de su quinta de cuya solvencia nadie ha dudado jamás, y creo que todo tenemos algún nombre en la cabeza cuando digo esto (es más: Herralde mismo publicó un montón de traducciones que dejan mucho que desear… hechas por amiguetes suyos y hasta por su mujer). Cuando he hablado con editores independientes de los que ahora están en la treintena y la cuarentan, todos parecen tener bastante claro que con determinados o te gastas bien el dinero en una traducción o más te vale no publicar, porque te saldrá un churro. Tusquets, de Moura y Herralde hablan como si fuera el fin de los tiempos. A lo mejor sólo es el fin de «esos» tiempos. (Y todo esto no pretende restar mérito al catálogo que hayan podido publicar.)
Oig, muchas gracias por el pelotilleo. Por lo demás, creo que estoy de acuerdo en todo contigo. Especialmente en lo de Umberto Eco, que tiene pinta de pegarse buenas cenas. Lo malo de lo que decía Esther Tusquets, aparte del lloriqueo apocalíptico, es esa idea de que tanto lo malo como lo bueno cuesta lo mismo. Salvando las distancias, me recuerda a esa escena de La lista de Schindler en que el jefe del campo le pide al rabino que haga una bisagra; el rabino la hace en dos minutos y el jefe de campo le pregunta que entonces por qué ha hecho tan pocas en toda la mañana (y pretende pegarle un tiro). O sea, para un trabajo que cualquiera puede hacer, no vale la pena que pague mucho; si lo quiero bien hecho, basta con que apriete las tuercas al pringado de turno. ¿Que no? Pues hay otros diez mil, total todos igual de malos.
A esto, por supuestísimo, no es ajeno el culto al original. Todo lo que no sea el original es sólo una pálida sombra (maldito Platón); traduttore, traditore; las bellas infieles y la madre que los parió. Por no decir lo del vigor del lenguaje del autor del original, capaz de superar las barreras de las traducciones. A mí me dan igual Venutti y sus amigos. Lo único que me gustaría es un poco de respeto por parte de algunas personas. No es que me pueda comer el respeto, pero bueno.
En cuanto al lloriqueo, me ha gustado mucho que en otro foro atribuyera usted el cierre de librerías a la especulación inmobiliaria y no a los libros electrónicos. Seguro que la primera tiene bastante más que ver que los segundos, pero nadie lo dice y, menos que nadie, los grandes editores, que, por cierto, son los que imponen el precio fijo de los libros.
Casi me sale una entrada con esto. Un abrazo y un saludo de su fiel amigüito.