Pegoletes

¡Madre mía, cuánta tontería y cuánto pegolete me está saliendo! ¿Me habrá afectado el flit que le he echado a las cucarachas?

Les voy a contar una anécdota que no sé si les he contado antes. In illo tempore, y hace ya años de eso, cuando no era temporada, o era temporada baja, muchos cines de los pocos que había en Córdoba ponían películas antiguas, normalmente con la excusa de algún festival de lo que fuera. Pues bien, en una de esas ocasiones me fui a ver Solo ante el peligro, creo que al cine Alcázar, y delante me tocaron una madre con una parejita de lo que me parecieron preadolescentes o sin pre que hablaban como si estuvieran en el salón de su casa. Y cada uno estuviera en una punta además. En cierto momento del filme alguien escribe una nota y, como era costumbre cuando yo era chico, en que todas las pelis estaban dobladas todo lo que se pudiera, en la pantalla se ve una mano que escribe la nota en español, por si acaso.

En ese momento uno de los vástagos dijo bien alto y clarito: «¡Cucha, mama! (Igual fue «¡Cuchi, mami!», que no pretenderán que me acuerde tantísimos años después) ¡Escribe en español!». A lo que la madre, consciente de que una buena educación no solo se obtiene en el colegio, le respondió: «Ah, es que en los Estados Unidos de América del Norte (y solo parte de ella, para ser más exactos) hay territorios como Texas o Nuevo México donde se habla o se hablaba español y seguro que están en alguno de esos pintorescos lugares». Tampoco creo que la explicación fuera tan ripiosa, pero se hacen una idea. Y sus hijos, como buenos niños, asintieron encantados engullendo lo que fuera que engullían, que igual eran otros niños como ellos, pero crudos y en bocadillo, como sushi de niños, pero con pan en lugar de arroz.

Por supuesto, me entraron ganas de decirle «Señora, ¿no se le ha ocurrido que lo de la nota a lo mejor es una escena insertada en la que se ve la mano del bedel de la distribuidora después de que hayan cortado la original, que sería en inglés y, en consecuencia, se temerían que no lo íbamos a entender?». A lo que ella podría replicarme: «¿Y cómo lo sabes, so listo?». Y yo: «Porque me temo que, por muy en Texas o Nuevo México en que estén, Gary Cooper no habla en español en el original, ni tampoco la monaguesca. Katy Jurado no le digo que no, eso sí». Y ella: «Y, si ya está doblado, ¿por qué no dejan la nota como estaba y le ponen una de esas voces en off que repiten lo que va escribiendo la mano, que parece que en las películas todos escriben sacando la lengua y repitiéndolo en voz alta?». Y yo: «Supongo que porque si a usted le ha parecido tan normal que hablaran y escribieran en román paladino, a lo mejor le resultaba raro que escribieran en inglés y repitieran lo escrito en castellano». Y ella:… Pero para entonces ya nos habría echado a todos el acomodador, que eran unos señores con linterna.

(Inciso: mi madre conocía a un acomodador que le contó que los días que libraba iba al cine, a los de la competencia, claro, porque si no se quedaba sin ver las películas que estrenaban. ¡Qué oficios!)

¿Que para qué les cuento esta bonita anécdota aparte de mi deseo de entretenerlos? Como podrán suponer, no me mueve el único objetivo del delectare, sino también del docere. O, como se suele decir, de instituir deslizando o algo así, que ahora no me acuerdo. ¿Moraleja? No sé, quizá que no debe sentarse uno en el cine cerca de gente que hable alto. O ir a cines donde las pongan en versión original o, si son ustedes catalanes, donde las hagan, que seguro que en esas pelis las notas son en inglés o en lo que sea que hablen, en plan «buy bread!» pinchada en la nevera, ya saben.

¿Qué es lo que se puede aprender de mi anécdota? ¿Qué lección me hizo más sabio, lo que no quiere decir que lo fuera o lo sea mucho? Pues que, al contrario que nuestra familia amiga, cualquier espectador con dos dedos de frente es consciente de que lo de la nota en español es un truquillo para que nos enteremos, lo mismo que Gary Cooper hablando como si fuera de Medina del Campo. ¿Y por qué lo digo? Porque a veces se encuentra uno con unos debates sobre la naturalización de las traducciones y unas traducciones naturalizadas que paqué. O adaptación, o domesticación, o llámenlo como quieran, que no nos vamos a pelear por un quítame allá esas pajas.

Si yo me encuentro a Gary Cooper diciéndole al malo, un poner, «no me vengas con pegoletes, fartusco», qué quieren que les diga, me salgo completamente de la peli, que la estaba viendo todo embelesado. Es lo que técnicamente se llama un cortapeos (o «cortapedos» si son ustedes finos). Entre otras cosas porque me da la impresión de que quien haya hecho semejante barrabasada cree que soy lo bastante tonto como para no darme cuenta de que se supone que nuestro sheriff está hablando en inglés y no como si fuera de, digamos, Cañero.

Como quedaría raro que el jefe indio le preguntara a John Wayne si sabía hablar español (y, curiosamente, sería lo más adecuado, como me abrió los ojos Andreu Martín con su preciosisímo video «El niño que sabía hablar apache», que lo tienen en el yotuve) se llega a soluciones de compromiso y bastante ridículas, como ese «¿Habla usted mi idioma?», que no diría nadie porque la respuesta inmediata sería «¿Cuál?». ¿Qué pasa? ¿Que el distribuidor en España piensa que si yo le oigo decir a James Stewart en perfecto castellano «¿Habla usted inglés» le voy a denunciar por falsedad manifiesta y dolosa? Anda ya.

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Acerca de Rafael Carpintero

Traductor y profesor en la Universidad de Estambul
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