Los penalties del segundo árbitro

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Corríjame usted el enfoque del artículo, y la bibliografía me la pone más actual… Ven acá pacá que te voy a dar yo enfoque…

El otro día leí un chiste y me reí mucho. Dice: entra el segundo réferi en un bar y dice que así no debería estar escrito el chiste. Igual ustedes no se ríen nada, pero es que seguro que no se saben el rollo de los réferis o árbitros o pares y entonces, claro, no tiene gracia.

Han de saber que esto del arbitraje es algo que se aplica a las publicaciones académicas con la idea de que no les cuelen goles (con lo cual deberían ser porteros o guardametas, pero esa es otra historia) y para asegurar la excelencia científica. El sistema funciona como sigue: usted envía un artículo cientifiquísimo —tanto que no lo entiende nadie— a alguna revista que da muchos puntos; en la revista no saben si publicarlo o no porque no lo entienden y lo mismo es una tontería muy gorda que le podrían dar el premio Nobel y escapárseles; ergo se lo remiten a unos señores muy especialistas para que emitan un juicio con fundamento. Esos son los referees en inglés, o réferis o referíes (en Am., nos informa la Academia) o árbitros en lo que hablamos nosotros. También se les llama «pares», no porque sean en número par, lo que complicaría las votaciones, sino como en los Pares de Francia (que no sé si eran nones), supongo, o como con el Cola-Cao, un producto sin par. Esto se debe a que la academia científica es muy democrática y lo mismo es un catedrático jefe de departamento que un contratado doctor o un becario de efepei, todos pares (ojo, irónico).

Hasta aquí la teoría. La práctica es un poco más peliaguda. De entrada, este sistema que parece tan lógico para, qué sé yo, cosas que escriba Sheldon Cooper, no lo es tanto para las Humanidades, creo, porque tampoco es tan indescifrable un artículo sobre el Mío Cid, por ejemplo. Otro día si acaso hablamos de ese lenguaje que nos inventamos los de letras para que no nos entiendan los de ciencias, si quieren, pero ahora no es buen momento. Lo que quiero decir es que cualquier editor de una revista de Humanidades con dos dedos de frente (el editor) es capaz de juzgar si lo que dice un artículo es una sarta de sandeces o no, y la mayoría de las veces no habría que mandarlo a un especialista en esa subdisciplina. Vamos, que si a mí, que soy más bien del ala literario-lingüística, me ponen a opinar de un artículo de Historia, más o menos puedo saber hasta qué punto está diciendo pegoletes o no. Pero como lo hacen los de ciencias y algo tendrá el agua cuando la bendicen, pos hala, tos detrás, culito veo, culito deseo, o, en este caso, referí veo, referí pongo.

Hay que decir también que a los árbitros se les llama así mismo reviewers, uséase «revisores» porque se supone que revisas lo que dice el artículo para ver si se les ha escapado alguna gilipollez o algún gazapo, que no hay quien se libre de la fiebre lapina. Sin embargo, muchas revistas —y hay muchas, muchísimas, sobre todo de paganini, pero no de esas que se pagan para tenerlas y leerlas en el metro, la piscina o, ustedes disimulen, el retrete o excusado, sino que hay que pagar para publicar, es decir, paganini vicevérsico que diría Forges (d.e.p.)— se toman al pie de la letra esto de los revisores y con la excusa de que tienen que leerse los artículos y proponer correcciones o mejoras y aprovechando el hecho de que muchos de los referidos referís, como veremos, son grandemente aficionados a meter las narices en todo y a ser el/la novio/a en la boda y el muerto/a en el entierro —aunque quizá fuera más preciso decir que quieren ser el cura—, les mandan los artículos en un estado manifiestamente deplorable, o dicho de otra forma, prácticamente borradores sin repasar, que, hombre, antes de mandar un artículo de estos uno se mira las normas de publicación y lo envía ya arregladito, con la sana intención de que el réferi en cuestión lo corrija todo y así que se ahorran editores/correctores. Esto lo puedo decir de primera mano, no porque me haya dedicado a mandar artículos con una presentación mierdosa, sino porque yo mismo he sido referí más de una vez y no te dan los artículos a lápiz en papel de cuaderno y con churretes de chorizo de milagro. Por no hablar de la redacción, que eso me da acidez na más que de pensarlo. Y cuando se lo comentas al comité editorial, te dicen: «Pues pon en el informe lo que tenga que corregir y se lo pasamos». No, señor o señora comité, que a mí no me pagan para hacer correcciones de formato ni de estilo. De hecho, a los referís es costumbre no pagarles bajo ningún concepto, con lo que el negocio es bastante fino: tu universidad te obliga a publicar en este tipo de revistas; estas revistas no pagan a nadie —es de suponer que sí a su personal fijo— y cobran a los autores de los artículos; por fin, tu misma universidad paga una pasta para estar abonada a esas revistas. Negocio redondo.

Nuestros referís se resumen en dos, como los mandamientos. Están los que pasan bastante y todo les parece de rechupete a no ser que se encuentren con algún pecado mortal (yo ando más bien entre esta fauna); los intermedios, o verdaderamente motivados y responsables (probablemente boy scoutsguides en vidas anteriores), que se arman de lápiz y entusiasmo y hacen críticas constructivas y comentarios proactivos, muy frecuentes entre mis amigos y escasos entre mis conocidos; y por fin están los otros, el réferi nº 2 o número dos del chiste, o el número tres de otros chascarrillos: el horror, el horror…

Estos árbitros más que de «Actuar o intervenir como árbitro, especialmente en un conflicto entre partes o en una competición deportiva» (en este caso es de suponer que interviene entre el autor del paper y la editorial de la revista) o «desus. Discurrir o formar juicio» (esto parece bastante claro), van de «Proceder libremente, según la propia facultad y arbitrio», y no olvidemos que arbitrio en  este sentido hay que entenderlo como «Voluntad no gobernada por la razón, sino por el apetito o capricho». En resumidas cuentas, que estos árbitros o revisores (segundos o terceros) hacen de su capa un sayo y dicen lo que les da la real gana porque sí.

Lo normal es que en la primera revisión te echen para atrás el artículo con argumentos sólidos del tipo «no encuentro nada positivo que decir» («I couldn’t find anything to praise», es una cita literal) o «el autor podría dedicar su tiempo a otra actividad, por  ejemplo, la jardinería, en lugar de perpetrar artículos contra nuestra sacrosanta subdisciplina». Si pasan por el aro de aceptar correcciones, lo habitual es que te digan que corrijas (a) el enfoque del artículo; (b) la teoría en la que te basas; (c) el título; (d) el resumen; (e) el cuerpo del artículo; y (f) la bibliografía (no sé si se me olvida algo). Sé de un caso en el que corregían incluso las citas literales de otros autores, que se ve que eran igual de burros que usted o yo. Luego dicen que cómo empezó la reforma protestante, pues seguro que haciéndole a la Biblia las correcciones propuestas por el árbitro número dos.

Y con tantos dimes y diretes la cosa se va prolongando, y prolongando, y prolongando… De hecho, creo que Colón quiso publicar su artículo Discovering of the Indias by the West en St. Basilio’s Parish Leaflet, una revista intergaláctica con un gran índice de impacto, y empezaron a ponerle pegas los revisores pares: que si no estaba tan claro eso del descubrimiento; que si sacaba unas conclusiones un tanto apresuradas; que por qué no lo había escrito desde un punto de vista postcolonial-feminista; que por qué no lo había escrito desde un punto de vista neorretórico-marxista; que por qué no lo había escrito desde un punto de vista psicolacaniano; que por qué estaba escrito en pergamino y con pluma de ave; que la bibliografía no era de los cinco últimos años; que le cambiara el título por el mucho más adecuado de Marinero de luces; que cambiara el APA por el MLA y el MLA por el Chicago y el Chicago por el Harvard; que, por favor, citara a los autores publicados en la revista y a unos parientes de los (anónimos) réferis —esto lo decía el consejo editorial—. Y para cuando casi lo tenía, un tal Américo Vespuccio va y publica otro artículo titulado Not the Indias but Myself y al pobre Colón se le jodió fastidió el invento.

A mí, sin ir más lejos, me pasó algo parecido. Mandé a una revista un artículo en el que hablaba de la necesidad de seguir leyendo los clásicos de la disciplina —Saussure y parientes mártires no se crean que era nada raro— porque se les puede sacar mucho jugo todavía y empiezan a tardar y a tardar en responderme. Por fin me dicen que un revisor decía que vale, que muy bien y muy bonito todo; que un tercero decía que ni hablar, que menudo churro, que tiraran el artículo a la basura y que luego me sacaran los ojos y me echaran plomo fundido en las cuencas; y el segundo decía que quizá se podría publicar siempre y cuando actualizara la bibliografía y cambiara el título. Me pareció una barbaridad porque la gracia del artículo era utilizar bibliografía anciana, precisamente, así que de haber cambiado eso no me habría quedado más remedio que, efectivamente, cambiar el título porque habría sido otro artículo completamente distinto (que es lo que en el fondo quiere el árbitro número dos). Así que lo envié a una segunda revista que también tardaba, y tardaba… hasta que al final la cerraron y adiós. Al final acabé mandándolo a otra revista internacional, el Boletín de la peña Manolete de Kurtuluş, que me da lo mismos puntos que el Scientific American o la Revista Seria de Cosas Interesantes. Al fin y al cabo solo fue año y medio largo, menos mal que no era un artículo descubriendo la cura del cáncer ni nada parecido.

Pero bueno, en todas partes cuecen habas. Miren si no lo que le pasó al Fúrer Giler y mira que tenía enchufe, les dejo con el vídeo correspondiente (por cierto, ¿entienden ya el chiste del principio?):

 

 

Acerca de Rafael Carpintero

Traductor y profesor en la Universidad de Estambul
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2 respuestas a Los penalties del segundo árbitro

  1. Carlos dijo:

    Llamemos al VAR y asunto resuelto.

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