Pabellón nueve de cirugía / Dokuzuncu Hariciye Koğuşu

Voy a contarles una batallita de abuelo Cebolleta. Mi padre era traumatólogo y trabajaba en el hospital provincial, que cuando yo era chico estaba en un edificio de la judería construido en el siglo XVIII, el hospital de agudos (enfrente estaba el de crónicos), y que ahora es la facultad de filosofía y letras. Algunos domingos y fiestas de guardar mi padre iba a visitar a los enfermos, nos llevaba al hospital ―probablemente para que no diéramos la tabarra en casa―, nos dejaba con alguna monja para que jugáramos con las ranas del laboratorio (también nos dejaban mirar por los microscopios y esas cosas) y luego nos íbamos a tomar una tapa a casa Pepe, que por aquel entonces no era de tanto postín. Siempre me hizo gracia volver (bastantes) años después al hospital, convertido en facultad de letras, para estudiar la carrera.

¿Que para qué les cuento este rollo? Pues porque en Pabellón nueve de cirugía el pobre protagonista se pasa la vida entrando y saliendo de hospitales que me supongo muy parecidos a aquel porque la novela se sitúa en 1915. De ninguna manera quiero insinuar que yo viviera por entonces, ni siquiera vivían mis padres y mis abuelos eran unos adolescentes, pero supongo que el ambiente de los hospitales turcos de esos años no sería muy distinto al del cardenal Salazar, que así se llama (-ba). Mis padres, además, los dos, padre y madre, tenían consulta en casa, así que nosotros veíamos instrumental de todo tipo continuamente, desde aquellas bandejitas en forma de riñón o habichuela/alubia, hasta jeringas de las de cristal, depresores para la lengua, botes metálicos para el algodón y las vendas, qué sé yo, de todo había; por no hablar del instrumental más bárbaro tipo serruchos, escoplos y cortafríos para una correcta ebanistería de los huesos. Hasta un aparato de rayos X había, con el que alguna vez hicimos el tonto en ausencia paterna, y más de medio esqueleto en una bolsa blanca de tela.

La cuestión es, aunque sea un poco difícil de comprender para quienes no son del gremio, que si ves lo que estás leyendo, te resulta más fácil traducirlo y te sale mejor. Y, mientras me leía la novela, yo veía a aquellos enfermeros, auxiliares y celadores, veía el suelo de linóleo lleno de vendajes purulentos, veía las camillas de exploración y veía a los médicos con aquellas batas que se abrochaban hasta el mismísimo pescuezo por la sencilla razón de que mis padres las habían usado (cuando empecé a tener uso de razón ya no tanto) y las veía en las fotos que había por casa. Jo, hasta podría decirles la diferencia entre un fonendoscopio y un estetoscopio (en el armario del pasillo había uno de madera de mi madre). Eso sí, en esta novela lo que no hay son monjas, que sí las había en el hospital paterno, en algunas fotos con esas tocas que parecían aeroplanos y cuando yo las conocí con otras ya más tipo cofia de enfermera. Por cierto, mi hermana Mª Carmen, que era enfermera llegó a usar cofia también en sus buenos tiempos, que ya no se lleva.

Vamos con la novela. Me escribieron de Caleidoscopio de libros, una editorial nueva, porque tenían la intención de publicar algo de literatura turca y me proponían unos títulos. Nunca me había pasado, la verdad, eso de que me preguntaran qué me gustaría traducir, y me quedé un poco estupefacto. Cuando me recuperé les contesté diciéndoles que de los cuatro que me proponían (a) uno era un tochazo vanguardista que no me importaría traducir si contara con un equipo entusiasta y años por delante sin exámenes ni ejercicios que corregir ni comités en los que animar la úlcera futura; (b) otro me encantaría traducirlo pero es muy, muy difícil; (c) el tercero ya lo había traducido y se había publicado, pero, como no le dieron la más mínima propaganda marketínica, estaba descatalogado. Como verán, esos me los había leído y todo. Y quedaba el (d) o cuarto, que no me lo había leído, me apetecía leerlo, no era nada gordo y además sí era un clásico moderno del que todos se hacían lenguas (en parte porque muchos tampoco se lo han leído). Total, que me decidí y les decidí por Dokuzuncu Hariciye Koğuşu de Peyami Safa, publicado por entregas en 1929 y como libro con su encuadernación y todo al año siguiente. Como la editorial era muy nueva, tuve el placer de hacerles de asesor además en algunas cuestiones de contratos y subvenciones. Nadie nace sabiendo, que dicen.

La novela es sobre un muchacho que tiene tuberculosis osteoarticular en la rodilla en el año de gracia de 1915. La enfermedad no la llaman así en la novela, sino tuberculosis de huesos, que no sabía yo que existía, y es una putada que no veas. Lo del año me resulta curioso porque no se habla de la guerra, y aunque los médicos están todos militarizados es que más o menos era así en la época, guerra mundial o no. La crítica habitual insiste en que es la primera novela psicológica de la literatura turca. Ya saben, esa crítica que tiende a repetir lo que han dicho otros y así se va creando el discurso canónico tipo «El Quijote, la primera novela moderna», sin que nadie sepa explicar por qué.

Que no digo que no sea psicológica, pero uno se espera al pobre muchacho sufriendo y rebinando (habría jurado que era con uve) en una cama de hospital como, un poner, en Johnny cogió su fusil, que también lo hay si quieres, pero te encuentras también con que es una novela de paso de la adolescencia a la mocedad (tampoco vamos a exagerar, porque no es que madure mucho), afortunadamente. Afortunadamente porque en vez de novela de sufrimientos horribles dándole vueltas a la cabeza sin parar, en la parte central nuestro prota se instala en el caserón de unos parientes ricachones donde tiene una prima lejana, mayor que él, casadera, por la que bebe los vientos (¿Sería esa la linda prima de la canción de Solera? Para mí que no), y la novela se enfoca en sus relaciones con la familia. El padre de la mozuela es un bajá, no sabemos si fue general o no, muy francófilo, y la vida en la mansión es de lo más curiosa para ser una familia otomana de 1915. No es que sea nada de extrañar para quien tenga un poco de idea de cómo era la alta sociedad de Estambul en aquellos años, pero puede ser interesante para el lector español medio. Toda esa parte fue lo que más me gustó; aunque ya se sabe: para gustos, los colores.

Es decir, que en lugar de una novela comecocos de mucho sufrimiento me encontré con una historia de un muchacho con unos problemas con los que uno se puede identificar bastante, exceptuando lo de la horrible tuberculosis ósea, en una época muy interesante y con unos personajes que lo son todavía más ―sobre todo el bajá, que tiene su punto, y la hija, que me pilló por sorpresa más de una vez―. Si a eso le sumamos que son cien páginas mal contadas, te sale un libro estupendo. Creo que ya he dicho que lo que menos me gustó fue el final porque está escrito como con prisa por acabar de una vez. Lo mismo me pasó con Madona con abrigo de pieles (le pongo el título que debería haber tenido) y no sé si no será consecuencia de la publicación por entregas; igual tenían que terminar la novela en un número concreto de capítulos, o para una fecha fija, o dejaron de pagarle…

La traducción no fue muy difícil, la verdad sea dicha, aunque tuvo sus cosillas (por cierto, gracias a mis superpoderes, en cuanto he abierto el libro para refrescarme la memoria, he encontrado una metedura de pata que no les voy a confesar). Una, por ejemplo, es lo del bajá, palabra que ahora se usa exclusivamente para los generales, pero que entonces podían serlo o no. Quizá habría quedado mejor llamarlo «el general», pero no parece que fuera militar y no quise pasarme de listo. Otra es que me habría gustado encontrar un término más chuli para «hariciye» porque la palabra en realidad significa «externo» o «exterior» ―de hecho, se usaba antiguamente también para «asuntos exteriores»―, pero en el caso de los hospitales hacía un contraste muy interesante con «dahiliye», «medicina interna», que se sigue llamando así. Por desgracia, ese bonito contraste entre lo interno y lo externo (¿porque requiere una intervención externa?) no es posible dejarlo en el título castellano porque «hariciye» es claramente cirugía, y no lo digo yo, que lo dice también el diccionario de la TDK: «enfermedades que se tratan mediante operación» y «en los hospitales, departamento que se encarga de dichas enfermedades». En suma, el contraste es más bien entre medicina y cirugía, como los equipos que hicieron en el hospital de Córdoba en un partido de fútbol por no sé qué motivo, pero no queda tan bonito como lo de interno/externo, qué se le va a hacer.

Otro asuntillo es que el turco cambió mucho a partir de las reformas lingüísticas que empezaron en el año 1932 ―la reforma/cambio del alfabeto es de 1928― y ahora hay obras que a mis estudiantes, por ejemplo, les cuesta mucho entender. También a nosotros como españoles nos cuesta entender que no se comprendan textos escritos en los años treinta del siglo pasado, pero es como si nos pusieran a leer el Mío Cid a palo seco. Quizá no tanto, pero casi, digamos Polifemo y Galatea. En fin, que la edición que yo usaba para traducir, un pdf con marcas de agua que me fastidiaban bastante cuando quería subrayar, tenía las correspondientes notas al pie para explicar los significados de esas palabras ahora arcaicas. Lo malo era que muchas veces no te resolvían la papeleta para traducir. Es como si para «papeleta» yo te digo «diminutivo de papel; papel pequeño» y ahí te cabe lo mismo una cuartilla, que una octavilla, que un post-it, pero no una papeleta de votar, digamos. De todas formas, esos pequeños inconvenientes son los que le dan vidilla a una traducción porque te conviertes en una especie de arqueólogo terminológico y eso es divertido.

Pues nada, que la disfruten con salud, y nunca mejor dicho, que toco madera para no pillarme lo del muchacho de la novela, pobretico.

Acerca de Rafael Carpintero

Traductor y profesor en la Universidad de Estambul
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5 respuestas a Pabellón nueve de cirugía / Dokuzuncu Hariciye Koğuşu

  1. María Alonso Seisdedos dijo:

    Qué tonterías se me ocurren leyendo esto (a lo mejor me afectó al cerebro dormir en de pequeña en la consulta de mi padre, donde también había una máquina fabulosa de rayos X). Ahora me he dado cuenta de que al fonendoscopio lo llamaban fonendo pero al estetoscopio, deduzco que por razones obvias (si no se me entiende la obviedad, basta quitarle el -copio), no lo abreviaban.

    • Uy, pues en casa sí que decían «esteto» (no mucho, eso sí) y no creo que fuera porque le quitaban «scopio» por ser más etimológicamente correctos. La verdad es que casi nunca se hablaba del pobre estetoscopio y se solía hacer con nombre y apellido. Salud.

  2. solecarpintero dijo:

    ¡Qué ganas de leerla!

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