De premios, clubes y sayos

A ver, con este cachito de capa que le proporciono, se me va al sastre, que le haga un sayo y así no me anda usted en pelota por ahí

Yo ya tenía asumido que el único premio que me iban a dar sería póstumo y, la verdad, si fuera así, a mí, plin. Desde que en el cole me dieron unas medallas por buena conducta y aplicación —no sé por quién me tomaban ustedes—, me han propuesto para algunos, pero a la hora de la verdad, siempre, como decía Gila, se metió por medio algún gachó con recomendaciones y no hubo manera. Y ahora, por fin, por fin, los muy dignos críticos literarios de la bitácora internética de ilustre nombre Estado crítico me han considerado merecedor de tan inmarcesible honor. En un gesto que demuestra su inmensa sabiduría, han decidido que, supongo que dentro de algunos límites, la traducción más notable del año anterior (2018) en todo el universo mundo ha sido la de Madona con abrigo de piel de Sabahattin Ali, llevada a cabo por s.s.s. de ustedes y, especialmente, de ellos, a quienes enviaría gustoso sendos jamones si me fuera posible, que no lo es, pues los impedimentos son muchos.

Para ser sinceros, aparte de que lo que me gustaría de verdad es un Nobel o un Óscar —que lo llevo difícil ya que ninguno se concede en los campos a los que me dedico—, que me den el premio por esta novela me incomoda un poquillo. Hasta cierto punto me siento como si tuviera una etiqueta en el calzoncillo de esas que rozan una miaja y que no va a andar uno pegándose tirones en público habida cuenta del tipo de prenda de la que se trata. Poder, poder, podría, pero no es cosa de ir por ahí colocándose el puñao. En fin, paso a explicárselo. Imagínense un cartelillo de los que salen en las series después de un rato en que estás sin enterarte de nada, désos que dicen: «Unos días antes…» (últimamente lo he visto alguna vez traducido, por aquello de la ultracorrección como «Hace unos días», y no sé qué será peor, sobre todo si la acción principal se sitúa en el pasado).

Unos días antes de la concesión del premio, o hace unas semanas, mi amiga Ana Roca, la eficientísima bibliotecaria del Instituto Cervantes, solicitó mi colaboración física de cuerpo presente —como se diga— en una reunión del club de lectura que se lleva a cabo en la susodicha institución o instituto porque los miembros (me disculparán que no añada «-as») habían propuesto la lectura de la Madona. Era toda una anomalía de tintes revolucionarios porque las sesiones del club se dedican exclusivamente y por motivos evidentes —siendo como es el Cervantes un ente destinado a sacar la pasta que puedan mediante la difusión de la (-s) lengua (-s) y cultura (-s) española (-s) e hispana (-s)— a obras escritas originalmente en español, sea este último castellano o no —técnicamente—. Sin embargo, como la obra de Sabahattin Ali es todo un fenómeno socioeditorial en Turquía, a los lectores hispanos les daba como morbillo leerla y a los turcos también se lo daba criticar la traducción. Conviene explicar que en Turquía casi toda traducción que se haga a otra lengua está sistemáticamente mal, a no ser que el traductor esté presente —como era mi caso— o que sea de Pamuk, en cuyo caso la traducción siempre será infinitamente mejor que el original. Bueno, a lo que vamos, que quedamos en hacer un club de lectura sobre la Madona, pero…

Por una serie de complejísimos motivos burocráticos de concepto, no se podían pedir los ejemplares necesarios a la biblioteca hermana con la que habitualmente trabajan. No hablemos ya de la dificultad de encontrar en Estambul la Madona en español, directamente proporcional a la facilidad que hay para encontrarla en turco. Prueben a ir a cualquier librería de su ciudad —si es que todavía existen semejantes establecimientos— y pregunten si tienen algún clásico, un poner, El Quijote o El enmendador de corazones, y verán cómo es mucho más fácil que lo tengan en español que en turco o en finés, por dar otro ejemplo. Por lo tanto, decidimos (no me acuerdo de quién fue la idea) ponernos en contacto con la editorial Salamandra, que habían sido muy amables conmigo, a ver qué podíamos hacer. No voy a entrar ahora en detalles, pero como resultado de la generosidad de la editorial, los miembros del club de lectura pudieron contar con sus respectivos ejemplares y todos contentos. Desde esta modesta tribuna me gustaría expresar mi agradecimiento a Gemma Oromí, del departamento de derechos de Salamandra, que siempre ha sido más maja que las pesetas, aunque estas últimas no existan desde hace algún tiempo.

Espero que la sesión fuera entretenida, porque el club no es lo que era —un grupo reducido de lectores donde todos participaban en caótica comunión— sino algo un poco más parecido a una clase donde uno expone, o donde se expone por turnos, y los demás escuchan en inquietante silencio. Igual es que las nuevas generaciones son muy educadas. Como  soy un niño responsable, iba bien preparado para cualquier eventualidad, pero de lo que más hablamos fue de (a) que el protagonista de la novela es un poco tonto del culo; (b) que no entendemos muy bien por qué se vende por millones precisamente esta novela de Sabahattin Ali y no otra —siendo las tres bastante breves, en lo que consistía para nosotros gran parte del interés de la juventud por la obra—; (c) que cierta traductora/autora anglosajona se había dejado llevar por su entusiasmo por el libro, se le había calentado la boca y había dicho una serie de gilipolleces de marca mayor que eran repetidas fielmente por algunos, bastantes, muchos medios de prensa española, que por consiguiente (© Felipe González) ofrecen una imagen de la novela que no es del todo cierta y mucho menos justa… Pues de ese tipo de cosas hablamos, pero creo/supongo que ya traté de todo esto en la entrada correspondiente.

De lo que quería tratar aquí —y de ahí el sayo del título, que no es otro sino el que se hicieron con la capa—, es de una sorpresa desagradable que me esperaba al preparar la sesión del club de lectura. Como recordarán si se leyeron la mencionada entrada correspondiente —allá ustedes si no lo hicieron—, en su momento traduje la obra y la editorial tardaba y tardaba en publicarla. Entretanto, resulta que la editora de mesa que llevaba el libro se fue de la editorial y yo perdí todo contacto con ellas (editora y editorial) hasta saber por la prensa o por las redes sociales que por fin el libro se iba a publicar —o peor, que se había publicado—. Al final conseguí hablar y escribirme con la susodicha Gemma Oromí, fuéronme enviados mis ejemplares justificativos (así como otros a mis hermanas, también quedo muy agradecido por esto) y a otra cosa, mariposa. Los libros en sí, como objeto físico, me parecieron muy bonicos, que dicen en Almería, por la alusivísima foto de la cubierta, aunque no tanto porque alguien hubiera despojado a las pieles del título del plural que yo les había puesto. Poco sospechaba nuestro joven traductor que aquello solo sería el comienzo de una larga procesión de…

Una de las curiosidades de los clubes de lectura es que si participas como orador es conveniente que te leas el libro en cuestión. Para cuando me llegan los ejemplares (dos) que mandan las editoriales (a riesgo de arruinarse, aunque en este caso fueron muy rumbosos), yo ya me he leído la obra tropecientas veces: mil setecientas en el original y tres o cuatro (millones) en la traducción, así que mardita la gana de repetir. Además yo tengo un superpoder, como cualquier miembro de la patrulla canina, digo X, que se precie: en cuanto abro un libro, sobre todo si yo he participado en él, consigo que me salte a la cara un gazapo. Total, que me llegaron los libros, los coloqué en una estantería y adiós muy buenas. Sin embargo, con lo del club no me quedó más remedio que volvérmelo a leer y, como pueden suponer, rápidamente encontré una errata/gazapo/metedura de pata. En concreto, un «»¡Déjate estar de libros, hombre!»», que eso de «dejarse estar» tiene la mar de delito, pero supuse que había corregido algo y se me había olvidado borrar el estar (spoiler alert: no, no se me había olvidado). Vaya por Dios, qué vergüenza —me dije en silencio para mí mismo y no como los que van hablando con el cable de los auriculares por la calle, que se parecen a aquellos clochardos de antaño que anunciaban apocalipsis varios pero sin la peste a vino rancio—, qué van a pensar de mí los del club, seguro que por la calle me va a señalar la gente con el dedo y van a ladrarme los perros. Pero según iba leyendo me encontraba más gazapos que me alarmaban un sí es no es porque yo no escribo así. Supongo que en un primer momento casi me sentí orgulloso: «Cucha qué bien traduzco sin traducir en mí, que escribo como no escribo», pero eso no me lo creo ni yo. Empecé a mosquearme cuando noté el verbicidio contemporáneo del verbo «oír» en favor de un «escuchar» urbi et orbe que me fastidia tanto como la imposición falangista del tuteo universal. Quizá más, incluso. Pero lo que hizo saltar todas las alarmas fue encontrarme con un «Jules Verne» así de grande cuando todo el mundo, y yo el primero, sabe que es «Julio», como Romero de Torres, que no en vano pintó a la mujer morena. En ese momento agarré el ordenador, busqué en mis carpetas los correspondientes archivos y empecé a comprobar si todo aquello era cosa mía o no. Y no lo era.

Lo normal es que la editorial te mande las galeradas del libro en un pdf para que veas las correcciones que han hecho —no sé, «mequetrefe» en lugar de «fartusco», digamos—, que pretendan que las mires en un par de días, que tú carezcas de las herramientas informáticas para comparar el texto con el original de la traducción que les mandaste y que te salga todo rojo cada vez que hay un espacio de más o de menos, y que, al final, les digas que todo está la mar de bien y bonito simplemente porque no tienes tiempo ni ganas para revisar las cien mil páginas mientras vas en el metro. En el caso de la Madona —muchísimas menos páginas, la verdad—, las galeradas con las correcciones no se enviaron. Supongo que fue por lo que contaba antes, que si tardaba mucho en publicarse, que si la editora se fue no sé adónde, que si puede que pensaran que yo había sido victima de un apocalipsis zombi… Pero, para qué voy a engañarles, me ha sentado un poco mal lo del «oír/escuchar» y lo del «Jules», que yo no soy ese y a saber qué van diciendo por ahí los enemigos que contubernian contra mí.

De todas formas, como no hay mal que por bien no venga, ahora tengo la ventaja de que puedo hacer lo contrario de lo que se dice en esos prólogos de «cualquier error es responsabilidad única y exclusiva del autor de estas líneas» y echar la culpa a la corrección y a la editorial de todo lo que no guste. Total, como nadie va a saber cómo lo hice yo de verdad…

En resumen, que me encuentro con una situación mental un tanto esquizofrénica: por una parte estoy una miaja mosca con los cambios en el texto, pero por otra le estoy muy agradecido a la editorial porque han sido muy amables con nosotros (vid. club de lectura). Supongo que todo hay que achacarlo a la falta de comunicación que hemos sufrido (yo más) durante los años transcurridos desde que entregué la traducción hasta que se publicó. Aceptemos que ha sido eso, falta de comunicación, nos damos un besito y quedamos como buenos hermanos. Muá, muá.

Un paréntesis final: puede parecer que este escrito se mete con los correctores, pero no, todo lo contrario. De haber corregido el texto alguien comilfó, esto no se habría perpetrado. Caben dos posibilidades: o lo corrigió (a) algún editor de mesa con prisas y ciertas manías (como lo de «escuchar» o «Jules»), que no es ése su trabajo ni su función; o bien (b) algún mozuelo con menos experiencia en el oficio que yo en mulas cuando hice la mili. Hace poco vi en el Tuíster ése o como se llame que una editorial ofrecía a los correctores cincuenta euros por libro. Si limpiando casas te los puedes sacar en media jornada, es de suponer que no le dedicarán a cada libro más de una tarde (contando desde la siesta hasta la hora de la caña). Eso no me lo hace un corrector profesional, sino uno con un atrevimiento suicida propio de la adolescencia. La última posibilidad es que me haya tocado en (mala) suerte un corrector-segundoreferí; es decir, alguien que se ve obligado a corregir algo para que se note que se lo ha currado, corregir lo que sea. Contaba Pilar Ramírez Tello que alguien cambiaba sistemáticamente sus «cuartos» (de los niños, de la plancha) por «habitaciones». ¿Razón? A mí no se me ocurre ninguna, la verdad.

Aquí en el club de lectura haciendo un gesto con la mano que parece un pase de magia

Acerca de Rafael Carpintero

Traductor y profesor en la Universidad de Estambul
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