
A ver, Juanillo, veamos a ver si abrimos un poco de espacio aquí, que no nos caben los chinos de la suerte
Estos últimos días he leído varios artículos gracias a Mariana Eguaras que insisten en una idea temática con la que doy la tabarra remática a quienquiera que se me ponga a tiro. El primero era sobre la destrucción de libros. El artículo en sí era bastante interesante, pero en esta cuestión lo mejor son siempre los comentarios. Aunque aquí no fuera el caso, el personal suele echarse de inmediato las manos a la cabeza en cuanto se les dice que los libros se destruyen. Talmente parece que las editoriales se hubieran convertido en nidos secretos de la federación nazi de estudiantes y hubiesen decidido que gran parte de su catálogo antiguo iba contra el espíritu alemán del fúrer. ¡Pobrecitos libros! ¡Con lo bien que huelen! ¡Con la de bellos recuerdos de antaño que me acuden en tropel cual madalena proustiana en cuanto los acaricio suavemente entre mis manos! ¡Cómo el aroma que dejan en mis manos me recuerda años vividos con ilusión, el aroma del heno fresco recién cortado, etc., etc., incluidos los frescos que no se cortaban entre el heno; en suma, el aroma de mi hogar! Para impedir semejante atropello, ¡henos de Pravia! (© Don Mendo).
Estos son los del tipo uno o 1, que podríamos llamar del tipo romántico-melancólico-llorica-sensible. Lo último porque nunca se habla de la lectura de las letras que contienen los libros, sino de su peso, olor, tacto, apariencia visual, el susurro de las páginas y, en rarísimas ocasiones, sabor. No sé yo si se leerán los libros o los sacan de paseo al parque y los llevan al cine. Luego están los del tipo dos o 2, que son los socio-engagé-utilitarios: ¡Por Dios santo del madero! ¿Nos hemos vuelto locos? Pero, ¿en qué mundo vivimos? (Por si sienten curiosidad por las preguntas, la respuesta a la primera es «los demás sí, yo no» y a la segunda «en este, porque hay otros mundos pero están en este».) ¡Como si no hubiera bibliotecas medio vacías a las que acuden los niños ansiosos de saber y de engancharse gratis a internet! ¿Y los pobres sin techo? ¿Es que no les vendría bien un poco de lectura para olvidar su triste situación? ¿Por qué no los mandan a países del Tercer Mundo y nos ahorrábamos sueldos del Instituto Manco de Lepanto (qué buen coñac)?
Lo que olvidan ambos tipos de comentaristas es que, exceptuando algunos casos muy puntuales, como los libros cuyos derechos han pasado a otra editorial o los que tienen problemas legales, a las editoriales tanto les da destruir los libros como tirarlos a la basura y que se los lleve cualquiera, como por ejemplo hizo mi hermana con unas autobiografías de Belén Esteban, caso real y auténtico, pero no tanto regalarlos y menos a las bibliotecas, como podrán leer en el artículo correspondiente. Para ellos ―para los publishers― todo es cuestión de pasta, y no de papel. Si el gasto de mantener almacenado el libro en cuestión es superior a las previsiones de ganancias ―y lo es porque está almacenado y no en las librerías―, que lo guarde Rita (la cantaora, famosa porque en su casa tenía mucho sitio). Que esa es otra, toda esa gente que grita, ¡que me los den a mí! ―¿quién decía eso?― parece que vivieran en el castillo de Wındsor, asumiendo que ahí tengan mucho espacio. Seguro que si se los regalan al militar ese inglés que se casó con la secre de la serie de los trajes, no los quieren ni benditos, bueno, benditos igual sí, porque no les cabrían en el pisito, que los recién casados ya se sabe que andan justillos, y más si él es funcionario y ella ama de casa. Desde luego, por lo que a nosotros respecta, cuando nos mudamos a un piso más chico tuvimos que deshacernos de media biblioteca con gran dolor de nuestro corazón, con el cosquilleo que nos producía el polvo que acumulaban.
Pero es que además, otras que no quieren los libros ni benditos son las bibliotecas. ¿Han intentado donar algo a una biblioteca? Pues inténtenlo, ya verán qué risa. No van a perder nada porque no se los van a aceptar, pero les aseguro unos días de turismo por su ciudad biblioteca arriba, biblioteca abajo. Por lo menos harán ejercicio. ¿Y por qué no quieren libros las bibliotecas? Por lo mismo que no los quieren en la estación espacial internacional ―un poner―: porque los libros ocupan sitio y este último no es infinito a no ser que sea en el espacio exterior, donde ya hay cien mujeres rusas. De hecho, las bibliotecas de vez en cuando se quitan de en medio parte del fondo como mejor pueden. Esto me recuerda a una curiosa práctica, anterior a la neumonía vírica, llamada «desconeje». Consistía en que, cuando había demasiados conejos, se permitía cazar unos cuantos aunque fuera la veda. Pues bien, también las bibliotecas tienen que someterse a periódicos desconejes porque los libros se reproducen todavía más que nuestros simpáticos y ahora escasos lapinos y no les caben ―en mi tierra dirían «cogen»― en las estanterías ni en el armario de las fregonas. Piensen que, a más libros, menos estudiantes con apuntes cabrán. Por cierto, ¿hace mucho que no van a una biblioteca? Porque gran parte de la parroquia que las frecuenta son eso, estudiantes con apuntes que no van a sacar libros para leer, precisamente.
Y menos mal que existen las bibiotecas, porque si no aviados estábamos. Les cuento una historieta anecdótica que me ocurrió a mí mismo en persona. Por aquel entonces traducía para Alfaguara y me pasaba por allí en verano a saludar porque estaban razonablemente cerca de casa de mis suegros y me regalaban libros (no olviden que antes vivía en un piso más grande). Me sorprendió mucho ver los poquitos que eran ―luego pude ver que en todas las editoriales grandes son cuatro gatos, los fijos por lo menos― y que si este despacho era Alfaguara, el de más allá era Taurus. Para que se hagan una idea, como si en el pisito de los recién casados de antes pusiéramos una editorial en la cocina y otra en el ofis, si ha lugar. Yo andaba buscando un libro de Taurus publicado en los ochenta muy citado por el mundillo y que no podía encontrar en las librerías ni patrás porque estaba descatalogado, palabra mágica que usaban los libreros para decir que abandonasen toda esperanza quienes aquel libro pidieran. Como soy de natural listillo, me dije: «¿Y si les digo a los de la cocina, que tengo mano, que se lo pidan a los del ofis?» Porque entonces yo era inocente y no conocía esto de la práctica destructora. Mi gozo en un pozo, no solo estaba des-catalogado, sino que todos los que quedaban habían sido des-truidos. Hala, a escupir a la calle.
Y, oigan (ahora es «escuchen»), no se crean que esto de la destrucción masiva se lleva a cabo siglos después de la publicación, no, ni hablar. Como se descuiden, en un par de años tienen a los del cuatrocientos cincuenta y uno grados de Mr. Farenheit (451 no es el número de teléfono, espero) llamándole a la puerta para meterle un mixto a todos los ejemplares que todavía tuviera debajo de colchón de su magnifico ensayo Desconejes y ecología editorial. ¡Ah, amigo! Puede que hace dos años y dos meses fuera un best-seller, pero como no ha sido un long-seller, ahora a comérselo con patatas. Eso es verdad, porque antes exageré una miaja. Según la ley, los del farenheit no van a casa del autor con las juventudes hitlerianas, sino que le avisan ―en teoría― por si quiere los que quedan, gratuitamente pero sin que pueda venderlos. Por supuesto, vaya usted a buscarlos. En fin, por lo menos así podrá regalarlos. Y cualquiera sabe, miren si no al señor de Almería que regaló un libro. Pero seguro que ya tenía detrás a los de los cerillos echando humo.
Como les decía, todo es problema de espacio y pasta, porque el papel se recicla para más libros que vuelvan a ocupar el espacio que dejaron los que se van y así sucesivamente. Miren si no cómo los libros electrónicos no los borran, o eso espero, que cualquiera sabe.
En el fondo, y en la superficie también, no se vayan a creer, todo se debe a que en España se publican libros a tutiplén y a ningún publisher le importa si existen lectores o no —que no, o no en cantidad suficiente— porque tienen unos sistemas de comercialización que parecen un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma. Y si no, busquen en el gúgel a ver en qué consiste colocar los libros y me lo cuentan. Pero bueno, creo que esto da para otra entrada, que así tengo más material y no me canso.

Ya verás como te dé con la cultura en la cabeza. Tanto libro, tanto libro, ¡qué hartura, Madre del amor hermoso!