La imposibilidad de la traducción

Ignoro cuáles serán las costumbres de la juventud actual en lo que se refiere al cortejo previo al apareamiento. En tiempos, no digo qué tiempos, eran bastante extrañas, y el apareamiento absolutamente presunto, o sea, imposible. Si aquí hubiera magdalenas como Dios manda, imitaría a  James Joyce (o ese otro francés)  y mojaría en té un pedacito de una en busca de un súbito arrebato proustiano de Chanel —para comprobar que se deshace y sumergir el resto en café con leche—, con la sana intención de recordar la manera en que los machos de mi especie intentaban atraer la atención de las hembras de la misma (especie). El fundamento básico consistía en hablar por los codos de cuestiones muy siniestras tipo «nadie me comprende» o de repetir a la buena del Señor Dios algunos conceptos de la clase de filosofía del C.O.U. Esto último resultaba más divertido, total, no te ibas a llevar el gato al agua, y garantizaba unos líos mentales de no te menees. ¡Entretenimiento asegurado!

Lo principal era soltar con cara de pena algún tipo de frase lapidaria que distrajera a la moza de nuestras verdaderas intenciones. No sé, algo así como «Pienso, y luego existo. Eso demuestra que el pensamiento es anterior al para-otro del ser-en-sí». O una política, que tampoco eran mancas: «El voto vinculante del colectivo asegura el desarrollo de los modos de producción ante el posicionamiento del capital». ¡Y no te daba la risa!

Eso marca, es una especie de impronta sacramental que provoca que te quedes memo de por vida y que nunca te abandone la afición a las frases tremebundas con el objetivo de impresionar a los  demás y asegurar la continuación de los genes. Parte de la ingenuidad de aquellos tiempos consistía en creer en la posibilidad de una verdadera democracia igualitaria-paritaria. ¡Craso error! En el mundo de las frases redondas, los traductores carecemos de un arma fundamental, así que no todos somos iguales. Supongamos que salimos del trabajo, vamos a tomar un algo con unos compañeros y uno de ellos critica un error del comentarista deportivo de turno. En ese momento, cualquier ciudadano podría afirmar con rotundidad: «Eso demuestra, como decía Derrida, que la traducción es imposible y necesaria». Seguro que todos se quedan estupefactos, entre otras cosas porque no tiene nada que ver con el tema que se estaba tratando, y al interfecto le da tiempo a dar un paso hacia aquélla que desea convertir en su pareja mientras los demás se rascan la cabeza.

Por supuesto, si eres traductor, no vas a ser tan imbécil como para creerte que la traducción es imposible. Sería tirar piedras contra tu propio tejado. Como mucho, podrás balbucear: «Oye que soy traductor y el movimiento se demuestra andando como dijo Sócrates el del barril, si nos ponemos con citas, y que esto es muy difícil y…». Y te callas, porque todo el mundo sabe que con un buen diccionario, etc., y no era a eso a lo que se refería el listillo. Y además, el del barril sería un borrachuzo, seguro, y se quemaría con el sol.

No sé por qué a tanta gente le da por la cantinela de que la traducción es imposible. Y no es que digan que la traducción perfecta es imposible, o una buena traducción, o una traducción exacta. No, «la traducción es imposible», chúpate esa. Claro, a uno le molesta. Lo malo es que si sólo se le hubiera ocurrido al botarate de turno, no habría problema, pero también opinan lo mismo, y antes que él, filósofos, intelectuales y algún que otro funcionario de correos, por ejemplo. Así que tiene que tratarse de algo serio, y como te dé por pensarlo mucho te haces una empanada mental del tamaño de la del en sí-para sí. A lo mejor todo es un contubernio de las agencias de traducción para pagar menos. O a lo peor es que el personal no piensa. Pero no creo yo que ese tal Derrida, que es francés, no piense.

En busca de una solución a tan acuciante problema (Si la traducción es imposible, ¿qué carajo estoy haciendo con este libro de setecientas páginas? ¿Quién soy? ¿Qué soy?), he echado un vistazo en internet y he encontrado una cita de D. Ernesto Sábato, a quien por otra parte respeto un montón, que me lo ha dejado todo mucho más claro. Es ésta:

Así como una misma nota musical cobra distinto timbre en diferentes instrumentos, la misma palabra producirá distintas resonancias al pasar de una lengua a otra. Decimos vaso en francés, y al pronunciar verre ya está sonando su primera armónica: vidrio y, como consecuencia, ya nos llegan lejanas resonancias de fragilidad, de transparencia, de sonoridad. Ninguna de estas armónicas superiores subsiste en castellano, mientras aparecen otras que confieren diferente timbre a la palabra traducida. La fidelidad a la nota fundamental habrá implicado así infidelidad a las resonancias, y a los sutiles estremecimientos que un buen escritor logra provocar con esas resonancias. (De «Acerca de la imposibilidad de traducir»)

Bueno, en ese caso queda todo mucho claro. Encima es verdad. ¿Cómo se podría traducir a otra lengua el vocablo «churri», por ejemplo? Esa primera sílaba «chu» que nos trae lejanas resonancias del tren que acerca o aleja a la amada, con sus armónicos de encuentro o nostalgia respectivamente. Esa segunda «ri» con sonoridades de risa, rito, ridiculez y Ribagorza. ¿Y el timbre tónico general del aroma a desayuno, al calor de la masa del jeringo sumergiéndose en el café con leche, experiencia infinitamente superior a la de una magdalena mojada en un miserable té? Así, claro, así no traduce nadie.

Por eso los traductores somos unos inconscientes, porque no le damos a nada de esto el valor que se merece. De hecho, estoy seguro de que al inglés lo de «En un lugar de la Mancha» de Velázquez no lo traducen con un octosílabo. Y si lo hacen, muy mal. Que lo suyo es un pentámetro yámbico, hombre. He decidido que a partir de ahora voy a dedicarle a cada página no menos de un mes. Como al terminar el libro no habré conseguido que «vaso» suene a «verre», pues me dedicaré a otra cosa, mariposa.

Y entonces, acodado en la barra de un bar, tras haber dejado atrás años de afán inútil, aparentaré que observo cuidadosamente el hielo de mi Casera-Cola, alzaré orgullosamente la cabeza como si regresara de un profundo trance, y proclamaré bien alto: «¡La traducción es imposible!».

P.D. Como escribo las entradas antes de publicarlas, también se ha muerto D. Ernesto Sábato, mecachis en la mar. Descanse en paz y espero no ganarme fama de gafe.

Acerca de Rafael Carpintero

Traductor y profesor en la Universidad de Estambul
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6 respuestas a La imposibilidad de la traducción

  1. Me he perdido un poco con eso de «En un lugar de la Mancha de Velázquez». Pero el resto, me hace reflexionar y pensar que sí, que existe la imposibilidad de la traducción si la miramos desde ese punto de que, cada palabra, causará un efecto diferente en cada idioma. Diría que es, también, por la historia que cada lengua tiene detrás. Si yo cojo una palabra de otro idioma porque no tengo ningún vocablo para denominar algo, estaré cogiendo el vocablo, pero no todo aquello que lleva detrás.

    No sé, da mucho qué pensar. Eso sí, no dejaré de intentar traducir vocablos y dejar bagajes sin traducir.

  2. En esto, don Carpintero, los editores son nuestros grandes valedores: para ellos la traducción es tan y tan posible, tan y tan evidente que, como se hace sola, ¿para qué pagarla como nuestro Señor Dios manda?

    Ahora en serio: yo decidí hace tiempo que cuando alguien me saliera con lo de que «la traducción es imposible», en vez de discutir, sólo le diría: http://www.youtube.com/watch?v=tMGNjMscw44

  3. Guía dijo:

    ¡Pues vaya, Rafael, estamos apañaos!
    También había escuchado yo esa frase de «la traducción es imposible» por ahí. Yo sinceramente prefiero perderme todos esos matices que hay detrás de una lengua y poder disfrutar de obras traducidas de idiomas que no conozco.

    ¡Una oportunidad a los traductores, que se quejan mucho pero después bien que nos leen! Jajaja
    Yo te sigo leyendo Rafael, ¡y te mando un abrazo fuerte!

    Guía

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