Como en su momento hablamos de la silla de los traductores, pasemos ahora a la mesa. Me he limitado a hacer unas fotos con el teléfono que han quedado bastante petardas pero que tienen la emoción de las imágenes de los reporteros de primera línea de combate.
Son las nueve de la mañana y el ordenador está encendido. El ente que habrá de ocupar el sillón, puesto que los ingresos por las obras que traduce le han permitido prescindir de la silla que tendría que haberse construido, está convenientemente desayunado y duchado. La luz natural entra por la izquierda, como debe ser para los diestros, y la artificial por la derecha. Por desgracia, no basta con la luz natural porque la tapa una de las dos torres de libros que mañana sin falta serán colocados en su sitio. El mismo destino les espera a los papeles del sillón bajo, los de la tabla del radiador, los de la cómoda, los de… O, mejor, serán colocados pasado, o la semana que viene. Nunca hay que hacer hoy lo que se pueda dejar para mañana (¿era así?), menos traducir. Una instrucción militar de primera ha dotado al traductor de la disciplina necesaria para traducir todos los días, incluidos domingos y fiestas de guardar.
Abrir mis documentos, ir a la carpeta de las traducciones, a la del autor que corresponda, a la de la obra en cuestión y abrir el archivo par o impar, según el día. Esto es algo que le enseñó al ente su amigo Paco Pando. Si no quieres ir al infierno por atentar contra el segundo mandamiento (o sea, si quieres evitar la blasfemia), haz dos archivos, uno par y otro impar: así, si uno se te fastidia, sólo habrás perdido un día de trabajo. ¡Ojo!, eso no exime de guardar religiosamente una copia al terminar la jornada laboral. Abrir también el astuto diccionario informático, el DRAE en este caso. El traductor maldice a menudo que la señal del router no le llegue bien a su cuarto, pero se consuela pensando que así perderá menos el tiempo.
Ante el traductor se extienden sus dominios. A la izquierda, el libro que está traduciendo se encuentra entre las fauces de un interesante atril-pinza que se regaló a sí mismo con ocasión de verlo en una tienda. A la derecha, el diccionario turco- español de İnci Kut reposa sobre el voluminoso Redhouse turco-inglés. Tras ellos, unas felicitaciones para los sobrinos esperan ser escritas (que esperen a mañana). El teléfono descansa amenazador delante de una taza (¿Puede mandarme dos bocadillos de queso? Lo siento, se ha equivocado). Al otro lado, la radio para ahogar un poco con un ruido monocorde los de la calle (las vecinas hablando de balcón a balcón, el del gas, el quincallero, el pocero, el rosquero, el colchonero en primavera, el verdulero, la vecina bajando un cesto que golpea la ventana para comprar un kilo de pimientos, el otro y el de más allá, sin contar coches, motos, niños y gatos en celo; el vendedor de boza -una bebida repugnante- sólo pasa por las noches y las autoridades competentes prohibieron la venta ambulante de leche y yogurt). Tras la radio, el tabaco con su cenicero y un reloj que atrasa y que está ahí porque al traductor se le olvida que el ordenador tiene uno. Detrás del ordenador, un tabloncete de corcho donde pinchar papelitos para que queden sepultados por otros.
Las nueve (aprox.). El que ha de traducir mira por dónde iba, extrae de la nebulosa mental qué estaba sucediendo en la novela y teclea una frase. La contempla orgulloso de no haber perdido sus aptitudes durante el sueño reparador. Otra, otra… ¡Oh, viaje al diccionario! ¿Cómo podría decir esto en español? Lo entiende y lo tiene en la punta de la lengua, pero… ¡Ah, tiene abundantes renglones rectos de diccionarios a los que acudir! Además, no sabe por qué, hasta se lee los prólogos:
Justo encima del tablón de corcho hay dos estantes accesibles mediante una ligera elevación del tronco, aunque eso signifique elevar otras partes del cuerpo, y al alcance de la mano. El Tarama Sözlüğü en varios tomos (el diccionario histórico del turco), otro general de turco (muy bueno), uno de otomano, el de Julio Casares, los Larousse de inglés y francés, varios léxicos pequeñitos de términos de arte, historia, etc., un diccionario inverso comprado en unas rebajas del Vips, de sinónimos y antónimos en turco, un español-turco y en la esquina el magnífico de ideas afines de Fernando Corripio, que tuvo sus más y sus menos por las ideas afines que se daban para «homosexual» pero que no por eso deja de ser uno de los diccionarios más útiles para redactar (¿Cómo se llama el marinero que recoge las velas del trinquete si es que existe? Pues vas a barco, barco de vela, tripulación, etc.).
En el estante superior, el de la T.D.K. (Türk Dil Kurumu), uno etimológico del turco, un árabe-español (para combinarlo con el Redhouse), diccionarios de términos técnicos, legales y demás, uno combinatorio del español (para saber qué preposición usar), guías de aves, insectos, plantas, peces… Gramáticas y libros de estilo turcos, diccionarios de dichos y refranes (regionales o no), una minienciclopedia del cine (un regalo), otra minienciclopedia de Turquía, diccionarios de argot, chorradas curiosas como el diccionario agropó de No me pises que llevo chanclas (otro regalo, muy recomendable)…
Por supuesto, no son los únicos diccionarios que ocupan el hogar del ente traductor. Tiene bastantes más, pero éstos son los de urgencia, la primera ayuda que tiene que estar a mano, aunque haya que levantarse un poquillo. Con todo, el tecleador de palabras siempre les recomienda a sus estudiantes que se tomen las definiciones de los diccionarios, más si son bilingües, cum grano salis y cum sacos de sentido común o se arriesgan a ponerle en las redacciones que tropezaron con el sobaco o que hicieron un viaje por mar en palangana (casos reales y documentados).
A las nueve y media, el traductor ha cogido carrerilla. Tras una visita al diccionario, enciende un cigarro y mira satisfecho el infinito que tiene a dos palmos de las narices. Se dispone a entrar en ese estado feliz de ausencia de dolor y del mundo que le rodea al que Douglas Robinson denomina «piloto automático». Incluso es capaz de ignorar los ruidos de la calle, a los que a estas alturas ya se ha acostumbrado. Ahora el tecleo suena como una ametralladora: ráfagas rápidas y cortas. A veces se atasca y es consciente de que está traduciendo. Otras no, y casi podría hacerlo pensando en los peces de colores.
Como a las doce el ritmo empieza a bajar. Los errores tipográficos se hacen más frecuentes. El ente empieza a notar frío porque en algún momento (no sabe cuándo) se quitó la chaqueta y se quedó en camiseta. Empieza a pensar que tiene clases que preparar, ejercicios que corregir y que hay otros mundos con sus respectivas colonias. Con todo, y como no quiere ir muy retrasado, decide seguir hasta la una, la hora de las noticias. A estas alturas, lo que escribe empieza a tener un misterioso tufillo a la otra lengua. Lo que aparece en la pantalla del ordenador parece español, pero no lo es del todo, así que hay que volver atrás y redactarlo de nuevo. A la una menos diez, guarda una copia en el cacharro ése que lleva en el llavero (¿Lápiz de memoria? ¿Memoria flash? ¿Artilugio?), apaga el ordenador y se va a ver las noticias mientras corrige unos ejercicios para devolverlos mañana.
Cuando el borrador de la traducción está listo y se lo ha leído su mujer apuntando sabios consejos, el ente también tiene trabajo por la tarde. Se lee lo que ha hecho, se sorprende de hacerlo tan mal, saca punta al lápiz, coge el original, lo compara con la traducción y deja su borrador patas arriba. Cambia, altera, permuta, rehace, corrige… Por la mañana pasa al ordenador todo aquello lamentando no haber encontrado un sistema mejor, pero consciente de que todo tiene su fin algún día y que, D. m., podrá enviar a la editorial el archivo con el texto casi definitivo (faltan las sugerencias del editor y la corrección de las galeradas) antes de que se le pase el plazo fijado en el contrato.
A veces se asoma a la ventana y ve a su izquierda la caricatura que le hizo Orhan Pamuk en un mantel de papel y que Mª Jesús tuvo a bien enmarcarle para que le recuerde que no tiene tan fina estampa como cree y que no va por ahí derramando lisura ni dejando a su paso aromas de mixtura.
Lo mejor de todo es que el ser que se sienta a la mesa tiene momentos de enorme felicidad, si es que la felicidad es relativa. Cuando una frase le sale excepcionalmente brillante, cuando se encuentra un juego de palabras que le supone un desafío, cuando aprende algo nuevo, cuando recibe el cheque (a esas alturas se le ha pasado el cabreo del I.R.P.F.) o los dos ejemplares justificativos (no se arruinarán con eso las editoriales, no)… No se puede decir que sea una profesión en la que se haga mucha vida social, ni que se respire mucho aire libre, ni que se haga ejercicio, ni que te haga rico o poderoso, pero por lo menos puedes hacer un trabajo satisfactorio como mejor te parece. Siempre dentro de los plazos, eso sí.
Como dijo Eduardo Mendoza en la conferencia previamente citada (en alguna otra entrada):
El traductor es un exiliado voluntario que ha elegido vivir en otro planeta, en otro país o en otra cultura; se instala allí y es feliz.